La procesión de las sombras.

Lo recuerdo muy bien, era de noche, la luna menguaba y la lluvia de sangre caía tranquila y apasionadamente.

Yo me encontraba corriendo sin un rumbo fijo. Huía de un algo que me perseguía, ¿Qué era ese algo?, era mi odio, mi culpa, mi remordimiento... mi sombra.

No tenía otra opción, debía quitármela de encima, así que tomé lo primero que encontré en lo profundo de mi habitación: El arco de mi violín.
Con una fuerza, fruto de la desesperación, tajé la oscuridad, o lo que me mantenía atado a la misma... me había arrancado la sombra.

El dolor era insoportable y la sombra, la grotesca figura de mi sombra, sangraba lágrimas negras llenas de odio y dolor.

Después de un poco de tiempo la sombra dejó de sangrar y, poco a poco, se fue despegando del muro en el que yacía.
Se materializó en una grotesca figura que caminaba, o más bien, se movía etéreamente sobre el suelo.
Era como la más negra tinta oleosa, olía a podrido y en sus ojos, o donde se supone que deberían haber ojos, se podía notar el odio y el rencor... mi odio y mi rencor.

La sombra, después de verse horrorizada a sí misma, saltó por la ventana, se incorporó a la densa luvia de sangre, miró a su alrededor y dio un grito tan estruendoso que rompió con todo a su paso: vidrios, conciencias, esperanzas, corazones... todo.

¿En verdad lo había hecho?, ¿Quitarme la sombra?, tarde en creerlo, y tiempo después me arrepentí de ello.

La sombra tomó conciencia rápidamente. Se supo a sí misma y supo todo.
Y un día, bajo la oscura noche de Ofiuco, apareció en la mitad de la calle y me observó hasta la media noche.
Justo cuando las doce campanadas comenzaban, la sombra dio un chillido, un sonido agudo y desgarrador que más bien parecía un llamado a la venganza... un grito de batalla.

En ese instante, cuando la campanada 6 empezaba y el chillido de la sombra seguía sonando, millones de sombras surgieron del pavimento, cubriendo la extensa calle.

Yo miraba desde mi balcón con un escalofrío que me recorría la  columna vertebral. La amenaza era inminente y explícita.

Cuando traté de dar vuelta para huir a un lugar seguro, me encontré con esa frío y oscura figura... mi sombra.

Me sentí petrificado, inmóvil, cuando sentí su mirada sobre mis ojos y entonces comenzó a avanzar hacia mí, tomó mi mano y entro a mi ser.
Cuando terminó de incorporarse a mí, supe todo lo que mi sombra sabía: la supe a ella... lo supe todo.

Terminé de dar la vuelta, me asomé por el balcón, levanté las manos y vi como millones de sombras se arrodillaban ante mi sombra... ante mí.
Porque mi sombra y yo nos volvimos una unidad única y, a partir de ese momento, indivisible.

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